Una gran flema con sangre en medio del inmaculado lavabo es muchas veces una mala señal al comenzar el día.
El agua corría por mi cuerpo, la desaceleración del pensamiento nocturno no había terminado de cuajar y ya estaba nuevamente en pie, tratando de despertar.
Un vaso de agua, un beso a mi durmiente compañera y nuevamente en la calle, con los ojos de ciervo mirando aterrado el caos matutino.
Al menos hay aire limpio- pensé y respiré lo más hondo posible.
Decidí caminar ya que no tenía ningún apuro. No tenía que llegar a ningún lado: era fin de semana.
Cuando llegué a la playa: el olor del mar era insólito y el aroma de la brisa lo era aun más.
Estaba harto de tropezarme con cambios en todo lo que acostumbraba ser de una determinada manera. El nacimiento, el crecimiento y la muerte se daban la mano en una infinita ronda alrededor de mi cabeza.
En pie a orillas de un barranco y a pesar de los interminables carros que pasaban detrás mío, el ruido de las olas emanaban lo que había comenzado por llamar: “El zumbido”
Un sonido enloquecedor que la noche anterior había acrecentado sus decibeles hasta hacer temblar toda la casa y que hasta ese momento había olvidado por completo.
Pensé que sería consecuencia del abuso corporal: el habitual desgaste o de las resacas constantes o simplemente debido al estado terminal de mi sano juicio… no estaba seguro de nada, excepto que el chiflido enloquecedor provenía del horizonte; un horizonte neblinoso y con mal olor.
Decidí retornar a la ciudad, pero antes escuché a aquel pedazo de océano, enfermo y marrón decirme con la música de sus olas: Regresaras.
El interminable zumbido me hizo decidir una respuesta: No Regresaré.
Llegué al mercado de Magdalena y creí que era buena idea tomar un jugo de frutas. Tamaña fue mi dicha al escuchar a esa aparatosa licuadora funcionar. ¡Es el maldito zumbido! - dije- ¡Es sólo una licuadora gigante la que suelta todo ese jaleo sonoro!
Después del primer sorbo eche a reír, no sabía si por las ligerezas de mis deducciones o por mi frustración en aumento… era demasiado para mí: un hombre simple, sin pretensiones, era demasiado esto de tener oídos y escuchar sin estar seguro de lo que se esta oyendo.
Cuando llegué a casa, encontré a mi compañera cerrando una de dos ingentes maletas.
¿Qué sucede?- pregunté
¿Qué sucede?, ¡¿Qué ocurre?! -gritó- pasa que estoy agotada de tus deslumbramientos, alucinaciones o visiones... como carajo quieras llamarlas y cansada de tu falta de compromiso para con todas las personas, ¡para con todas las cosas!
¿A que viene todo eso? – dije
Ella tomo aire, suspiró y se marchó.
La tarde estaba por terminar y recordé la flema con sangre de la mañana, fui hasta la congeladora y abrí una cerveza, bebí dos grandes vasos en menos de un minuto.
El indiferente líquido llenó mi cuerpo, temblé y caí sentado en el suelo. Dormí.
Estaba escapando de unos sicarios, escondiéndome entre las callejuelas de una isla con casas blancas y temporal tropical, luego un viejo me ofreció un mapa y un caballo a cambio de unas monedas. Ya sobre el corcel pude ver que un buen grupo de monedas doradas descanzaban apiladas en una de las calles cercanas al puerto, bajé del caballo y las recogí todas, justo cuando me disponía a escapar, uno de los sicarios logra bajarme del animal y con un pequeño corte en el cuello deja que me desangre. El asesino tenía mi rostro.
Cuando desperté era casi media noche y los caprichosos ruidos de las madrugadas se dejaban extrañar.
Abrí otra cerveza, mire por la ventana: Sábado por la noche, la gente acelera su final.
Di un sorbo y descubrí que los mentados “Sonidos del Fin del Mundo” eran los simples anunciadores del comienzo de mi fin.